Nunca olvidaré la primera vez, aquel día en que todo aquello que veía era nuevo y sorprendente. La forma de viajar, la forma de extrañar, la forma de comunicarme tan distinta y distante a la vez. El comienzo de la historia que me llevó a amar la fotografía, comenzar a escribir y contar historias.
Relato y fotografías: Nelson González Arancibia
Mi primer viaje traspasando la frontera de mi país fue a Bolivia. Tenía 25 años y quería ver el carnaval de Oruro, una experiencia de la que me habló un amigo y que se transformó en el comienzo de mis viajes.
Todo lo hice por tierra, viajando desde Antofagasta a Iquique y tomando un taxi a Colchane, un pequeño poblado en la frontera entre Chile y Bolivia. Eran otros tiempos indudablemente, cuando las historias las guardaba en rollos de película que recién podía ver a mi regreso. No existía contacto diario con mi familia, sólo una vez por semana desde algún lugar remoto con un teléfono público. La información sobre los lugares era escasa, sólo se manejaban referencias o las experiencias previas de algún amigo, como en este caso.
Mi mochila se veía inmensa, porque era de esas antiguas con estructura de aluminio, con el soporte para poner el saco de dormir. Mi mamá me fabricó el forro plástico negro para protegerla de la lluvia. El banano azul que aparece en la foto, se lo compré a Glenn, el mismo amigo que años antes visitó Oruro y que me animó a comenzar a viajar.
En Iquique conocí a 3 chicos con quienes compartí un auto a la frontera, única forma de llegar por la alta demanda de viajeros. Junto a ellos continué viaje hasta Oruro y luego a La Paz. Después de eso no nos volvimos a ver, aunque en alguna libreta guardé sus nombres. Este viaje duró 41 días, después de visitar Bolivia y Brasil. Allí descubrí que quería dedicarme profesionalmente a la fotografía y junto a eso, continuar viajando.
Esta fue la primera vez y todavía la siento como si hubiese sido ayer.
Hospedaje en Oruro
Durante la celebración del carnaval, la ciudad de Oruro recibe a tanta gente que su capacidad hotelera se desborda. Los hospedajes más sencillos suben sus precios y terminan cobrando como si fueran hoteles 5 estrellas. Por eso es común encontrar que muchas personas abran las puertas de sus casas para hospedar a los miles de visitantes que llegan a la ciudad.
Esta modalidad de albergue implica muchas veces compartir espacios con viajeros de procedencia tan variada como desconocida. En todas mis visitas al carnaval he tenido experiencias similares, pero la primera vez fue inolvidable. Bajo la lluvia y luego de preguntar en muchos lugares, encontré la casa de María, una señora mayor que tenía un cuarto desocupado. Me dijo que tal vez durante la noche llegaría más gente y que de seguro tendría que compartirlo. Por ser el primer huésped, dejé mi mochila en un viejo sofá y me instalé a descansar. El espacio era bastante pequeño y las piernas me sobraban, pero después de tanto caminar, quedarme ahí me parecía la mejor decisión.
El resto de los viajeros que iban llegando se instalaban en el piso directamente, la idea era dormir algunas horas. Durante la madrugada doña María encendió la luz varias veces para mostrar la habitación, que conforme a su predicción, ya estaba repleta de gente. Sólo quedaba espacio detrás de una cortina, donde estaban las acomodaciones más costosas, compuestas de dos camas con catres metálicos. Cuando el cielo todavía no aclaraba, unas chicas europeas que regresaban de una fiesta se instalaron junto al sofá donde yo intentaba dormir.
Una de ellas venía acompañada. Entre susurros que todos en aquella habitación podíamos escuchar, le preguntaba a sus amigas «condones, dónde están los condones». Abría y cerraba las mochilas haciendo tanto ruido que parecía no importarle. Eramos cerca de 15 personas tratando de dormir, mientras la chica y su amigo hacían lo suyo junto a mi sofá.
No me quedó otra que buscar mis audífonos, subirle a la música e intentar conciliar el sueño. La luz del cuarto se encendió por última vez. Doña María estaba de regreso para obligar a salir de la casa al amigo de la chica por no haber pagado. Digno de una obra de teatro, el momento arrancó aplausos, pero ya era tarde para volver a dormir. Estaba amaneciendo y había que regresar a la calle, el carnaval comenzaba otra vez.
Llamada cobro revertido
Cuando uno piensa en los tiempos previos a internet y las redes sociales, da la impresión de que todo era en blanco y negro, funcionando a una velocidad muchísimo más pausada que ahora, sobre todo lo relacionado a las comunicaciones. Muchas personas ignoran que «antes» para comunicarte con tu familia mientras estabas mochileando, había que buscar un «centro de llamados» como son conocidos en Chile o «locutorios» en Argentina. Las opciones eran dos: llamar directamente, pagando un alto valor por «minuto hablado» o pedir un «cobro revertido». Allí había que esperar a que la señorita encargada del lugar te dijera: «cabina 1», para recién ingresar a un diminuto espacio con una puerta de vidrio, una silla y un aparato telefónico.
Existía el mito del alto precio del minuto por «cobro revertido internacional». Miedo justificado en todo caso, porque al amigo de un amigo le había llegado una cuenta telefónica tan grande que su madre se había desmayado al abrir el sobre con la factura. Para evitar este riesgo y utilizando la astucia que la precariedad te obliga, con mi madre desarrollamos una estrategia que nos funcionó perfecto durante años. Cada vez que quería avisar a mi casa que me encontraba bien, pedía un llamado por cobrar.
_ Buenas tardes señorita, quiero un cobro revertido a Chile por favor.
_ «Buenas tardes señor ¿con quién desea hablar en este número?», me respondía una voz femenina. Mi estrategia de comunicación consistía en pedir hablar con mi padre.
_ «Espere un segundo en línea por favor».
Mientras la operadora internacional realizaba el contacto, por alguna razón del sistema de aquel tiempo, yo podía escuchar por el auricular, el ring del teléfono llamando y la voz de mi madre respondiendo:
_ ¿Aló?
_ «Buenas tardes, tiene un llamado cobro revertido del señor Nelson desde Brasil. ¿Se encuentra en casa el señor Rubén?»
Y aquí comenzaba a operar nuestro sistema de comunicación codificado, que en aquellos tiempos funcionaba a la perfección y a costo cero. Mi madre sabía que cada vez que yo pidiera un cobro revertido, significaba «estoy bien». No importaba desde donde la estuviera llamando, porque para el caso daba igual. La segunda etapa del mensaje consistía en pedir hablar con mi padre, lo que significaba «no es necesario responder, todo tranquilo por aquí». Entonces mi madre continuaba con el libreto.
_ No señorita, el papá está en el trabajo y llega más tarde.
La operadora la dejaba en espera y me volvía a preguntar.
_ «El señor Rubén no se encuentra ¿desea hablar con alguien más?»
Y yo le respondía haciéndome el sorprendido:
_ Ahhhh, que lástima. Es que necesito hablar con él, bueno gracias de todas maneras.
Pero la mejor parte, estaba reservada para el final del llamado.
La operadora volvía a contactar al teléfono de destino para comunicarle, en este caso a mi madre, que no se realizaría el contacto.
_ «Señora ¿se encuentra ahí todavía?»
_ Sí, aquí estoy.
_ «Como el señor Rubén no se encuentra, el señor Nelson no desea hablar con nadie más». Toda esa conversación yo podía escucharla en silencio desde el otro lado de la línea. Y era en ese momento cuando mi madre, que sabía de esto, aprovechaba de dejarme algún mensaje.
_ Ah claro, es que el papá llega más tarde del trabajo, pero nosotros estamos bien.
Eso era todo y para mí era suficiente. Casi podía imaginar a mi mamá respondiendo el teléfono mientras miraba la teleserie de la tarde, aún con su delantal puesto, comiendo una fruta sentada en el sillón de la sala. Después de reportarme y saber que todo estaba bien en casa, me sentía mucho mejor. Podía disfrutar el viaje por una semana más, hasta encontrar otro teléfono público para volver a escuchar su voz.
El tren de la muerte
Fue durante este viaje que descubrí el encanto de escribir y fotografiar mis aventuras. Luego de terminado el carnaval emprendí rumbo al oriente. Allí tomé el “tren de la muerte” que va desde Santa Cruz de la Sierra hasta Puerto Quijarro en Bolivia, muy cerca de la frontera con Brasil. Aquel día descubrí porqué lo llamaban así, “hay muchos descarrilamientos y siempre muere gente” me dijo alguien. En aquel viaje tomé muchas notas de lo que vivía, direcciones, nombres de pueblos, personas, información sobre las fotos que iba haciendo y todo lo que me permitiera recordar. Eran tiempos de la fotografía análoga, con muchos rollos de película en mi mochila. Llevaba color y también blanco y negro, para cuando me sintiera inspirado con algún lugar especial.
Mi recuerdo específico se sitúa de madrugada con el tren detenido por fallas técnicas, algo que ocurría frecuentemente. Nadie nos decía por qué razón el tren se detenía, sólo lo hacía y teníamos que esperar. Entre la oscuridad se escuchaban a ratos los gritos de los vendedores locales ofreciendo comida que de pronto aparecía cerca de las ventanas de la clase turista. Algunos ingresaban a los carros y la mezcla de olores fuertes se hacía más intensa que el aroma natural del tren.
Muy tarde todo quedó en silencio para que apareciera el sonido ambiente de la selva. Un concierto de insectos y aves salidos de la oscuridad inundaban la absoluta tranquilidad de ese lugar. Y ahí estaba yo, escribiendo, con la mitad del cuerpo sobre la ventana tratando de ver un poco más allá. Era la primera vez que salía de mi país y estaba en medio de una locación increíble bombardeándome de estímulos por todas partes.
No podía negarme, quería seguir viajando, quería verlo todo.