El café de Bolivia me tenía preparada una sorpresa. Conocer a Lucrecia y recibir su hospitalidad ha sido una de las experiencias más valiosas que me ha ocurrido en el viaje.
Fotografía y relato: Nelson González Arancibia
San Felix, Los Yungas, Bolivia / El final de la tarde me encontró caminando a sólo unos pasos de San Felix, en Los Yungas de Bolivia. Me detuve un momento frente a una casa a mirar su jardín.
_ ¿Es algodón?, le pregunté a una mujer sentada que apenas se lograba ver entre la vegetación al otro lado de la reja.
_ Si, es algodón. Siempre me preguntan lo mismo. Hubo sonrisas que rompieron el hielo y me invitaron a quedarme.
_ ¿Puedo ir donde está usted?. Debí preguntar ante los insistentes ladridos de un perro a quien no parecía agradarle mi presencia.
Durante los fines de semana Lucrecia vende jugos en la zona de Las Cascadas, una caída de agua que vale la pena visitar. Sus frutas favoritas son maracuyá, frutilla, naranja, plátano o lima, algunas cosechadas en su propia chacra, otras traídas desde Coroico.
El cielo fue oscureciendo lentamente mientras Lucrecia me contaba historias. Ella ha vivido toda su vida en el mismo pueblo, en la misma casa. Su marido se fue cuando su hija mayor tenía 5 años.
_ “El buscó a otra mujer, pero eso ya es parte del pasado”, me confiesa un poco sentimental.
Luego de un rato aparecieron silenciosos sus padres cargando leña en la espalda, algo que parecía no incomodarlos. Ambos me saludaron y sonrieron.
Durante la semana Lucrecia trabaja cosechando coca y cortando hierbas en el campo. Su jornada comienza a las 05:30am, bebiendo sagradamente un café. Luego a las 07:30 se toma una sopa antes de salir caminando al trabajo.
Ella me habló de la riqueza de las plantas, de sus propiedades curativas y del agua dulce que bebe el pueblo proveniente de las cascadas.
Ella dice «mañana habrá sol» mirando el cielo, que a esa hora ya dibujaba algunas estrellas.
_ «Nosotros somos pobres, no tenemos nada y nos vamos a morir así. Puedes ver nuestra casa, está que se cae», piensa en voz alta. Después de un silencio obligado no se me ocurre qué decir. Ella lo interrumpe y me pregunta _»¿Quieres probar nuestro café? Lo plantamos, cosechamos y tostamos nosotros mismos». Después aparece con una taza caliente y me ofrece un pan para acompañarlo. Fue el café más delicioso que jamás haya probado, porque me lo ofreció Lucrecia, tal vez la persona más alegre y más hospitalaria que haya conocido, a pesar de vivir con mucho menos.