Caminar por la Medina de Marrakech es literalmente una locura. Al llegar a la plaza Jamaa el Fna es posible encontrar todo tipo de personajes que salen al paso de los inocentes turistas. Desde encantadores de serpientes hasta percusionistas venidos del Sahara, los amos y señores del lugar.
Fotografías y relato: Nelson González Arancibia
Todo va bien, pero la hospitalidad se termina cuando hablamos de dinero. Cada vez que saco la cámara, ellos presumen que han sido blanco de una fotografía y extienden su sombrero reclamando una propina, porque aquí nada es regalado, todo se cobra.
En medio de la multitud un hombre viene caminando hacia mí y me ofrece una foto con un mono que viste la camiseta de Messi “no, gracias no quiero”, le respondo, pero el hombre insiste y trata de poner al mono amarrado con una cadena al cuello sobre mi hombro “que no me interesa, gracias”, intento repetirle con un tono más fuerte. Un par de metros más allá vendrá otro hombre con la misma historia. Trato de alejarme de la gente para mirar bien lo que realmente sucede, ya que cualquier intento de fotografía tiene su precio.
Me ubico junto a una fila de carros que venden jugos naturales. La mayoría de los dependientes tienen una actitud comercialmente agresiva, llamando a las personas a acercarse a sus puestos, sobre todo a las mujeres con frases aparentemente seductoras, como: “hey, hola, hola, mira, ven aquí”, repiten en español aprendido de internet. La gente se arremolina en torno a bailarinas que cubren su rostro con una tela negra. Cada 5 metros está sucediendo algo diferente y hay público para cada uno.
Un hombre me toca el hombro y me muestra su sombrero pidiéndome dinero, a esa altura ya nada me sorprende y le digo en tono irónico ¿porqué debería darte dinero? La tarde ya ha caído y las luces de los locales de comida se apoderan del lugar. La música, que viene desde cada rincón de la explanada no se detiene, como la banda sonora que acompaña cada imagen. La oferta gastronómica está compuesta principalmente de animales cuyas cabezas arden en las decenas de parrillas que a ratos cubren el cielo con su humareda. Es Marrakech, un lugar caótico y encantador, según por donde se le mire.